La guerra: a 30 años de los Acuerdos de Paz
A 30
años de la firma de los Acuerdos de Paz que
puso fin a la guerra que padecimos de manera cruel durante doce años (y que sufrieron
o aún sufren, a su modo, los que nacieron después), dicho suceso se convierte objeto
de reflexión algo que es necesario hacer cierto tiempo, ya fuere desde el
testimonio personal o desde un punto de vista colectivo. Lo macabro del
conflicto bélico fue el luto histórico que heredó la sociedad salvadoreña
debido a la muerte de más de setenta mil compatriotas.
Quienes vivimos la guerra como niños no
pudimos entender la gravedad de un suceso tan atroz, que nos marcaría y
mutilaría parte de nuestras vidas. Recuerdo que cuando era pequeño, me dormía
en los “enfrentamientos” entre el ejército y la guerrilla: tenía el sueño
pesado y ni rugir ni el estruendo de las balas podían evitarlo. Lo curioso
además era que uno no entendía por qué luchaban (pues aparte del poco
razonamiento, por la edad, en mi pueblo no teníamos acceso a información imparcial
sobre los hechos mismos); pero sí recuerdo que nos daban a entender que “los malos eran los de la guerrilla”, dado que
la conciencia colectiva era inducida por quienes detentaban el poder; además,
ni siquiera en la escuela había una atisbo de clarificación sobre tal suceso,
con el agravante de que no existía, por ejemplo, la clase de Historia.
Recuerdo que al emigrar a San Salvador, al
apasionarme con la lectura y comprender ciertas cosas, el panorama cambió: alcanzaba
a entender sobre las causas que la originaron, y, al sentir la rebeldía aún de
la juventud, hasta llegué a desear de nuevo un conflicto para participar de
algún modo. Esto cambió claro al ver los acomodos de ciertos acontecimientos,
en razón, de la volubilidad de ciertas personalidades que participaron en la
guerra, debido a las conversiones cívicas de algunos de sus protagonistas. Y
luego, aparte de eso y de defraudarme como ciudadano, y posteriormente al tener
una familia, me dije que ya no participaría si ocurría un conflicto de tal
magnitud, al menos, no de manera bélica directamente.
Como sociedad, la guerra nos descalabró hasta
llevarnos a la ceguera y la locura. Y tiendo a pesar que, en gran medida,
nuestra sociedad sigue desquiciada entre otras causas, a consecuencia de
este suceso macabro que terminó con muchas familias salvadoreñas, y las hundió en un luto y una deuda “impagable”
e histórica, por la pérdida del gran número de víctimas. Y que, por otra parte,
además de esas deudas, las heridas en nuestra conciencia aún no han cicatrizado
del todo, si es que de eso se trata, por no hablar de la justicia tan esquiva. Y
hay algo también grave: lastimosamente, como dice El asco de Castellanos Moya, los salvadoreños tenemos la memoria
efímera del moscardón.
De
pequeño, pude presenciar cadáveres destrozados de guerrilleros que se habían
parado, por ejemplo, en alguna mina o habían muerto en intercambio de directo
de disparos. Tiempo después, el zumbido de las balas y de los aviones descargando
sus bombas y municiones sobre la zona de ataque se volvieron cosas terribles,
por lo que como ciudadanos civiles sentíamos también la inminencia de la muerte
sobre nuestras cabezas.
A este día, me parece que las víctimas, es
decir, las pérdidas irreparables de tantas vidas, de tantos hermanos
salvadoreños (y aun de extranjeros: periodistas, monjas, sacerdotes), es lo más
lamentable en términos de degradación humana. La guerra significa matarse,
simple: aniquilar al “otro”. Y si bien es cierto que esto es irrecuperable, es
irresponsable también decir que la guerra fue un fracaso. Algo ganamos, sí,
aunque el costo humano sigue siendo imponderable.
En estos tiempos, las generaciones más
jóvenes y apáticas (perezosas, muchas veces, a causa del alto desarrollo
tecnológico, que nos ayuda, pero que también aniquila lo humano) parecieran no
tener el menor asomo o noción de lo que pasó y tampoco se interesan por
conocer, dado que viven en un ambiente de la facilidad de todo, en la perenne fluidez de las cosas en la vida
postmoderna, pero también en una esfera densa de futilidad.
Somos una sociedad lastrada en su devenir
histórico. Al nacer, respiramos un aire “envenenado”, de violencia al nacer, y pareciera
también que la violencia pasa a ser parte de nuestra idiosincrasia, más allá de
los aspectos específicamente humanos del comportamiento. Somos violentos hereditariamente,
en parte para mí, como digo además de otros fenómenos, gracias a la guerra.
Por otra parte, a esta altura de los
tiempos, ¿quién posee la verdad?; ¿quién nos construye y digiere la verdad?
Vale preguntarse, creo. Vale resignificar los hechos. Vale, más que lo
ideológico y las herramientas del poder, lo humano, la vida, la conciencia.
Pero cómo haremos. Con qué instrumentos nos fortalecemos como ciudadanos críticos,
que podamos liberarnos de cierta ideología engañosa. Necesitamos la ayuda de
los más lúcidos, de los humanistas, de la gente que sabe de historia, de
pensadores que puedan descorrer los velos perversos que nos ocultan lo
verdadero, lo que vale; necesitamos de gente informada y culta; necesitamos del
gen rebelde de la juventud para reconstruir nuestros ideales, para soñarnos
otros. Necesitamos encarrilarnos en el progreso, sí, o hacia él (la tecnología
y la ciencia son útiles, pero no son todo). Necesitamos educación, arte,
cultura. Fortalecer nuestra identidad tan erosiva. Necesitamos un proyecto de
visión, una suerte de reingeniería social, de reinvención de la espiritualidad
humana.
En mi criterio, para fraguar un cambio
idiosincrásico y social en profundidad, necesitamos el trabajo de una
generación. Necesitamos el trabajo de medio siglo.
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