La poesía y la crisis
Como en gran parte de mis poemas, creo que, a veces,
la belleza, como la vida, se vuelve inalcanzable. Se nos escapa, aunque a veces parecemos retener por
breve tiempo algo de fuego entre las manos. Pero luego se evade. Ya se ha dicho
muchas veces lo que dijo el poeta Rimbaud: «La verdadera vida está ausente». «Pero
estamos en el mundo», le replicó tiempo después el filósofo Emmanuel Levinas.
Creo que
las capas de la realidad más ruidosa y su aspecto enmarañado y distractor no
nos dejan percibir –no me refiero sólo a ver– las cosas esenciales de la vida,
su esplendor, movimientos, destellos, revelación, que se ocultan en contrastes
o en reflejos aparentes, como a lo que suelo referirme también en mis
reflexiones poéticas con “el mundo prosaico”. Y se dice también que, porque
estamos heridos, por eso escribimos y creamos arte, y con ello resistimos: adversidades,
acechanzas, y a veces hasta la muerte. Pero no quiero limitar esa creación de
belleza sólo al quehacer artístico: el proceder humano mismo puede tornarse bello,
estético, si la vida se asume con autenticidad, con gestos solidarios, con luz
compartida, y en ocasiones todo eso está allí parpadeando ante nosotros, en el
mundo, en la naturaleza, en el rostro de las personas y de los niños, y no lo
vemos. O si lo vemos, a propósito lo destruimos con mezquindad, y casi siempre
esto toca inevitablemente al Otro. Y todos pueden reflexionar en este momento
mismo y buscar ejemplos de lo que digo.
Toda crisis
es prueba. Les decía a mis amigos recién que me siento inútil escribiendo
palabras, escuchando su rumor, sus ecos, escribiendo poesía en esta crisis
mundial, con todo y que la duda siempre me compaña. Porque este oficio no tiene
visos de ser utilitario en alguna medida a primera vista. Admiré el amoroso
esmero de un pintor que intentaba enseñar algo de su oficio como terapia y
entretención en estos días y, luego de expresarle que sentía una especie de envidia
noble, contrastando mi inutilidad con su trabajo (acordándome, a la vez, del
verso del gran Hölderin: Para qué poetas
en tiempos de penuria), él me dijo: «Ya encontrarás tu manera de
contribuir, hermano».
De modo,
pues, que lo que hacemos –escribir, crear y el vivir mismo– siempre roza a los
otros. Y ya he dicho que eso que amamos, hoy en consonancia con el poeta que he
citado, casi siempre se ubica ausente, o, al menos, en la distancia, o parece
evaporarse entre las manos. Debido a esto, hoy como nunca, amamos aquello que
parece rehuirnos: el gesto de los amigos, la complicidad alegre, la calidez y
el contacto humanos, la conexión y deleite con la naturaleza, la construcción
conjunta de lo que nos da sentido, en suma. Y la familia – ¡ah, la familia!,
ese núcleo de luz –: techo, cobijo, raíz, amor, identidad. Por ella también, y
por el amor propio del corazón, como me dijo mi hija, hacemos aplomo con la
vida, y decidimos seguir adelante.
Esta idea
de lucha tiene también un sentido vertebral en lo que escribo, aunque a veces
me cuesta retomar su fuerza en mi vida práctica. Pero aquí no me refiero a lo
beligerante ni a lo ideológico que termina volviéndose instrumental para
canibalizarnos –si se me permite el término– entre países, razas y clases
sociales. Aunque, claro, el poder (económico, político) suele camuflar su hambre
voraz. Y eso es así aquí y en cualquier parte en este mundo neoliberal,
extremadamente interconectado y documentado al instante. Pero seguimos
degradándonos entre nosotros y en nuestra relación con los recursos de la
tierra.
Aquí no
estoy tomando partido ideológico, digo: estoy expresando mi dolor desde la
pulsión de mis palabras, de las que escribo y de las que me permiten
condolerme. Para ver mejor la vida, tal vez, sea beneficioso, primero, mirar
adentro de nosotros, para luego comprender la luz y el deleite natural de la
vida que se nos muestra. Somos lo que hacemos (eso que se nutre de la cultura
asimilada, de la construcción personal y social del ‘yo’), pero somos, además,
las irradiaciones de lo que nos habla dentro. Hay que estar atentos. El mundo
externo también nos forma y determina –en caso extremo, nos desnaturaliza–,
pero también nuestra espiritualidad que, en su plenitud más esencial no es
religiosa, sino humana.
Deseo
bienestar para mi país, El Salvador, y para el mundo. Yo y mi palabra estamos
en pugna, al lado de la vida.