lunes, 9 de noviembre de 2020

Una reflexión sobre la voz, sobre nuestra voz...

 

La voz, la muerte y lo que queda

 

 

Siempre está ahí la muerte: parece exhalarnos su aliento, aunque no la vemos. Sin embargo no quiero llamarla si la nombro ni quiero ser mal augurio para «el otro». En qué perdura todo lo que se acaba. Me lo pregunto a menudo. Pero cómo puede continuar aquello de lo que no tenemos certeza. En algún momento hay cosas que sólo se intuyen porque sí o le vienen a uno de alguna parte creía presentir algo que se me anunciaba, algo que había pensado muchas veces, que me invadía la cabeza, acerca de que me era inconcebible que pudiese terminar la vida. «No puede ser así», me decía. Así pues, hoy me pregunto qué nos queda de una voz cuando se va. Qué nos queda aún a nosotros que seguimos en el mundo. Por qué esperamos lo improbable cuando creemos que hay algo más allá de la finitud vital.

     A la vuelta de lo que nos parece una certeza, la vida (o la muerte) con un doblez o giro abrupto nos enseña algo que no comprendemos de inmediato. El dolor se ahonda en el alma y se agranda en oscura pesadumbre. Caemos. Y aquello más preciado que amamos nos abandona. Casi siempre sólo se ama lo ausente. Estar, seguir aquí, para los que quedamos, o para los que queden, hay una luz o una idea que nos estremece. Algo nos hiere y nos alumbra casi junto al dolor. Pero esto no se le aviene fácil a la conciencia. Y las flores del gesto hablan de resignación y esperanza, sin saber bien cómo hay que continuar en el mundo. Cómo hacerle frente a la conciencia misma cuyo apego a lo sentimental se vuelve fuerte para sentir arraigo y certezas en el corazón.

     Esa certidumbre no es providencia de las palabras. Lo sé. Los espejos más audaces de la poesía se vuelven mudos y se apagan ante ese inmenso agujero en el alma, aunque un cierto murmullo se resista, o por lo menos de esa manera pretendemos creerlo. El casi inaudible susurro de algo que creemos volar, que creemos que debe continuar, a pesar de que la muerte nos toque. De otros, tal vez, serán la luz y la voz que nos abandonen; de otros, el espejo atroz de la verdad: ese otro indefinible que no es unívoco para todas las conciencias. El contrasentido y matices de las cosas producen dolor y, a veces, un raro deslumbramiento que tarda en revelarse. Pero creemos que algo sigue con nosotros aunque su presencia nos evada.

    

A veces hasta la lucidez sin ningún asomo de mezquindad nos parece infame. Se podrá decir eso. Y ni entre resplandores de palabras ni intuiciones audaces nos encontramos. A menudo, contengo el gesto ante el luto y encuentro inútil las palabras que terminan amarrando mi lengua. He dicho alguna vez, inconscientemente y de modo lúdico, a algún amigo: «Decime una palabra que me salve de la muerte». Pero el poeta salvadoreño Alfonso Kijadurías ya lo había dicho: ninguna palabra lo salva a uno de la muerte. Pero, ¿de la muerte total o de una de nuestras muertes? A penas sabemos cuán mensurables son la vitalidad y la eternidad de la belleza cotidiana y su deleite. Y qué hay, por ejemplo, de aquel aliento que nace, vive, camina, se extingue de manera prematura. Los niños también mueren. Mi tozudo yo no alcanza a entenderlo. La fatalidad, el desquicio: los arraigos de la racionalidad se derrumban.

   Y ahora me figuro, en tiempos de dolor, el arte como un animal moribundo al borde del camino que intenta comunicarse con el género humano. Eso tal vez sea: el arte nos muestra, no de manera muy clara (a veces), un revés o posibilidad de vida no percibido por ningún otro medio. El arte se torna un medio de extensión hacia lo divino. Ah, pero qué es lo humano. Pero también está el Horror. Y ahí están, como muestra, la densa y silenciosa poesía Celan y toda la alta literatura del Holocausto como vociferación de lo innombrable. Imre Kertész refiere en Un instante de silencio en el paredón que, cuando se exhumó el cuerpo del poeta húngaro Miklós Radnóti (que fue asesinado junto a otros enfermos judíos), se encontró en un bolsillo de su abrigo, casi dos años después, un cuaderno con poemas que merecen ser considerados entre lo mejor de la literatura mundial. Poemas escritos en el infierno y al borde de la muerte. La voz enterrada de esos poemas resurgió contra lo macabro, que también fue creado por el hombre.

     Pero, quizás, el reclamo más fuerte se lo hace el silencio en su decir al tiempo. Y a través de la poesía y el arte, lo indecible no se expresa todo, pero se sugiere, se intenta develar, y lucha desde la pulsión más auténtica.

    

He hablado de la voz que nos abandona, esa que ya no oiremos. La voz del rostro querido, de la familia, la del amigo. Y también de la voz que, de alguna manera, se resiste en un objeto construido, ya fuere en lo estético o en la esfera de lo práctico. De otros son nuestras semillas, decía también. Con un sustrato de irradiaciones, la palabra y el arte quieren prodigarnos algo de la voz que queda, algo de resistencia iluminadora para quienes están allí en sus parajes interiores, para defenderse contra los bofetones de la realidad. Estamos en lucha. Alguien ha dejado su voz y sus intuiciones en pugna contra el tiempo, contra lo ominoso, que, acaso,  aún está por venir. De otros será la luz del rostro caído, de otros será el respiro en la imagen, en el movimiento, en las formas, en los sonidos, o en la metáfora e intuición poética más inusitadas. De otros será la heredad de nuestra voz.

    Cargaremos con la sombra de la muerte: será recuerdo, será cierta vivificación de lo ausente: pero no será palpable lo que amamos. El vacío colma, tal vez, con angustia y da un poco de luz tiempo después: se siente uno abandonado de lo físico y acompañado por la voz del ser que ya no está con nosotros: su voz y lo que dejó o construyó siguen en la memoria.

 

En alguno de mis poemas he dicho que el universo es una voz. Pero qué es esa voz; de quién es nuestra voz: a qué se hermana nuestra voz. Y por qué cuando uno escribe en general, cuando alguien crea, siempre hay ideas de ciertas voces que se nos imponen y que luego se truecan en visiones, formas, ritmos, que contienen una fuerza viva. De qué voz emanan esas voces. Qué presencia nos elude y no se muestra pero nos da señales e intuiciones de hermanamiento.

     Hay mares que son espejos de sangre, aunque no los vemos, y por eso hablan, y por eso en su torrente invisible la vida respira, pulsa, se revela y le hace su afrenta a la muerte: intenta su acabamiento.

     A pesar de ir a su encuentro nuestra vida más auténtica es una carrera contra la muerte. Como en sí mismo también lo es el arte. Vida y arte: epítome. Pero no hablo sólo del poeta o del artista en general: hablo también del yo de toda persona. Hablo de esa conexión de la fisiología humana –espiritual- con la vida. Entonces, qué queda de nuestra voz. Qué  nos queda, pues, de una voz cuando se ha ido: qué de ese reflejo que crece en su ausencia.

     Nuestra actividad y paso por el mundo crea una sustancia en la conciencia de los otros. Lo sentimos, por ejemplo, a través del dolor por el ser querido que se va, que transcurre hacia lo desconocido, pero por mucho tiempo su vacío sigue deviniendo. Y lo que se va también duele y, acaso, crea luz  y nos revela sentidos de cosas que fluyen a veces en una corriente que no vemos, hasta que se ha marchado.

     Creo que el fruto de nuestras manos también es luz sobre el mundo, y a su vez lo que producimos se dirige hacia el mundo y los otros. Creamos un imago, levantamos sobre el reino de lo inerte lo que palpita, aunque algunas veces también con nuestras acciones arbitrarias creamos daño a las demás conciencias.

     Pero lo que producimos o lo creado en vida también tiene una resonancia, tal vez por nuestro deseo de perpetuidad, de trascender la vida, y nuestra verdadera heredad, lo que logramos ser en nuestro devenir, sólo florece si es para los otros. Vamos hacia el otro que nos recibe y fluimos hacia su conciencia, vamos creciendo, fraguando un poco sus pensamientos y sus percepciones de mundo. Esto somos, a lo mejor: ríos hacia los otros. Voz de algo que fluye.

 

La poesía tiene voz. Nuestras manos. Nuestra sombra. Tras lo que quede de nosotros qué será: ¿tendrá una voz para el tiempo, será una sustancia para los otros? Será que lograremos volcarnos del ser hacia el mundo, de lo que maduremos en esencia más allá del dolor y la mezquindad que nos infligimos, más allá de las acechanzas del materialismo obsceno que carcome la espiritualidad humana. De quienes nos sucedan también será la riqueza de nuestro vacío.

     Hoy nuestras manos modelan, crean, erigen; nuestra sangre busca su mejor tono, se eleva, le hace cortejo al aire que se desliza. Y sin embargo por dentro estamos bañados de sombras, estamos habitados por monstruos que, a ratos, nos sojuzgan. Pero estamos en pugna. Como el ser poético en la búsqueda de sí mismo. Seremos, acaso, la voz que le hará resistencia a la muerte.

 

sábado, 22 de agosto de 2020

Sarcófago...

 

Sarcófago



Lo comparto, sobre todo, para quienes no lo conocen. «Sarcófago de viento» es mi primer libro y el único publicado a la fecha. Naturalmente, ahora, hay cosas que no me gustan, pero de ahí vengo. Y bueno mi fragua y cocina creativa son lentas, aunque tengo ciertas prolongaciones de alientos fructíferos. Y mucha reflexión. Tengo un par de cosas por ahí “terminadas”. Pero, en general, soy un hombre que vive como a destiempo, lo que me pone en problemas, más que todo conmigo mismo.

Agradezco a la persona (no muy grata para muchos) que en un inicio me prometió publicarlo, y que no tenía criterio propio, no lo hiciera: ahora entiendo mejor algunas cosas haciendo el rol de editor. Y lo seguí corrigiendo. Pero esa nota ya no importa.

Agradezco todavía a mi editor, el poeta Osvaldo Hernández (Laberinto Editorial), el apoyo y la camaradería. La portada fue un trabajo de su hijo, de 14 años en ese momento, Diego Hernández Molina (Diego Hermolina, en el Facebook), tomando como base una obra de la pintora Aída Bañuelos para hacer la composición de cubierta. Dieguito era un niño; bueno, con el agregado de que el libro ya tenía algo que ver con los niños y sus visiones oníricas, con palomas, con pájaros extraños. (No sé qué tan significativo puede volverse un sueño que se le impone a un niño.) Tiene que ver con los poetas dilectos que leía y con cosas que ahora no entiendo del todo; aunque siempre me he identificado con los poetas herméticos. Creo que uno va encontrando, como al azar, su filiación poética o ésta lo va descubriendo a uno, quizás por una especie de debilidad espiritual. El punto es que ya estoy lejos de esa poética y, en todo caso, esos poemas tardíos ya no son míos.

Pero ahora también quiero recordar algo de Américo Ferrari, crítico y poeta peruano, traductor, entre otros, del admirado César Moro, de Novalis, (y de Trakl, otro poeta fundamental y querido), quien me envió unas palabras, tal vez, más por deferencia, pues intercambiábamos inquietudes por correo electrónico inquietudes  las mías, deslumbradas; las de él, enjundiosas y agudas  acerca de la poesía maravillosa en verdad de Moro. Y hoy le encuentro sentido a eso que me escribió y que aparece a modo de epígrafe, porque se ha vuelto una idea importante en mis reflexiones y en mi quehacer creativo: «Estoy muy contento de verlo siempre en lo que podríamos llamar la pugna de la poesía». De esta manera he seguido reflexionando, dudando, trabajando y, más que todo, esperando el momento de la revelación lírica, con el tortuoso trabajo de corrección que comporta.

No sé por qué de repente, me vinieron ganas de hablar de Sarcófago de viento, aunque hoy lo miro con recelo. Pero no voy a explicarme, digo. Hay un par de poemas que se han publicado en antologías, y, sobre todo, ese poema a mí hijo Xabier que ha gustado mucho, creo, que escribí con cierto impulso febril desde sus ideas germinales.

Ahora, quiero retomar con agradecimiento parte de unas palabras amables y bien intencionadas del poeta colombiano Jaïr Trujillo, que hizo un comentario breve pero muy significativo para mí:

«No sé de qué pájaros me habla este libro pero los veo volar. No distingo a ese niño que sale y entra de los poemas de Edenilson pero oigo la risa y sus anhelos en medio del sueño. El hombre que ha subido de edad por la escalera ha venido a encontrarse conmigo, este libro ha viajado en la brisa del Caribe, lo han traído los pájaros raros que engullen su alimento en el aire… cuántos peces en el vientre de estos animales para producir poesía.»

 

jueves, 20 de agosto de 2020

EL DOLOR Y LA PESTE

                                                                                  A David Hernández Castillo

Hoy simplemente me duele el mundo y, sobre todo, mi país; me duelen como persona: esto ya no se trata de la sensibilidad poética. A veces, logro distraer la mente, pero ella me recuerda que hay algo incomprensible en todo lo que pasa. Disculpen, amigos, que parezca ser, en ocasiones, tan triste. Algo te marca desde el nacimiento y luego el mundo te hiere, de paso, te pone un sello que no te esperabas.
Hoy querría retener, sin embargo, algún puñado de alegría para ofrecérsela a la gente. Siento dolor por mi país, pero también por el cinismo, la ignominia, la mezquindad de las marionetas, que son gobernadas por algún lastre o tara que difícilmente podría llamarse humano del todo.
Vivimos al acecho de máscaras: vivimos amenazados. La desgracia nos cae en este tiempo de manera ineludible. La fatalidad sobrepasa en fuerza al raciocinio. No debemos mencionar a la muerte, no queremos que nos gobierne, hablábamos anoche con un amigo, pero ella está allí asediando nuestras pequeñas certezas de alegría.
Busco luz en las palabras pero lo que siento es una gran ceguera en el alma. Y querría, como ya he dicho, trocar algo de mis intuiciones por un poco de beneficio práctico. Y me siento miserable, viviendo en el mundo que busca darle forma a lo
imposible en la palabra, que yo creo verdadero.
El arraigo y el amor de la familia son insustituibles, más allá de tanta teoría seductora para el hambre sin fin del individuo en esta sociedad tan ilustre y avanzada. La peste nos lo demuestra. Nos tiene consternados. Por ella, valoramos, la eternidad efímera -pero sólo en duración de tiempo medible, mas no en intensidad significativa- el gesto amable y luminoso de nuestros seres queridos, de nuestros amigos. La dicha viene y se nos va y sólo nos queda su eco en la memoria.
Quisiera dejar de ser yo a veces, quiero combatirme, recriminarme las fallas: los egos de la subjetividad actual me inflaman también. Pero el mundo se derrumba. La fe parece algo inasible. La fatalidad aniquila todo con su peso.
Y sin embargo no hay nada que me consterne más en estos días que saber que mientras unas personas -la gente de salud y los altruistas, por ejemplo- están tratando de hacer posible la vida, otras (hablo expresamente de mi país) están abyectamente cegándole la vida al Otro: unos de manera innombrable y directa a través del mismo asesinato y otros a través de un razonamiento torpe que tiene influencia en la organización política para velar por la vida de la ciudadanía.
Y quiero evadirme de mí y de esta parcelita tan pequeña que sobreabunda en mezquindades.
Pero también considero que necesitamos descorrer los velos de todas las fuerzas asechantes y de todos los rostros ominosos que no permiten que la vida crezca y se perpetúe. Y, quizás -no sé cómo-, eliminarlos también, por el bien común.
Maldita peste.

sábado, 6 de junio de 2020

Una reflexión del quehacer poético y la crisis mundial

La poesía y la crisis

 

Como en gran parte de mis poemas, creo que, a veces, la belleza, como la vida, se vuelve inalcanzable. Se nos  escapa, aunque a veces parecemos retener por breve tiempo algo de fuego entre las manos. Pero luego se evade. Ya se ha dicho muchas veces lo que dijo el poeta Rimbaud: «La verdadera vida está ausente». «Pero estamos en el mundo», le replicó tiempo después el filósofo Emmanuel Levinas.

     Creo que las capas de la realidad más ruidosa y su aspecto enmarañado y distractor no nos dejan percibir –no me refiero sólo a ver– las cosas esenciales de la vida, su esplendor, movimientos, destellos, revelación, que se ocultan en contrastes o en reflejos aparentes, como a lo que suelo referirme también en mis reflexiones poéticas con “el mundo prosaico”. Y se dice también que, porque estamos heridos, por eso escribimos y creamos arte, y con ello resistimos: adversidades, acechanzas, y a veces hasta la muerte. Pero no quiero limitar esa creación de belleza sólo al quehacer artístico: el proceder humano mismo puede tornarse bello, estético, si la vida se asume con autenticidad, con gestos solidarios, con luz compartida, y en ocasiones todo eso está allí parpadeando ante nosotros, en el mundo, en la naturaleza, en el rostro de las personas y de los niños, y no lo vemos. O si lo vemos, a propósito lo destruimos con mezquindad, y casi siempre esto toca inevitablemente al Otro. Y todos pueden reflexionar en este momento mismo y buscar ejemplos de lo que digo.

     Toda crisis es prueba. Les decía a mis amigos recién que me siento inútil escribiendo palabras, escuchando su rumor, sus ecos, escribiendo poesía en esta crisis mundial, con todo y que la duda siempre me compaña. Porque este oficio no tiene visos de ser utilitario en alguna medida a primera vista. Admiré el amoroso esmero de un pintor que intentaba enseñar algo de su oficio como terapia y entretención en estos días y, luego de expresarle que sentía una especie de envidia noble, contrastando mi inutilidad con su trabajo (acordándome, a la vez, del verso del gran Hölderin: Para qué poetas en tiempos de penuria), él me dijo: «Ya encontrarás tu manera de contribuir, hermano».

     De modo, pues, que lo que hacemos –escribir, crear y el vivir mismo– siempre roza a los otros. Y ya he dicho que eso que amamos, hoy en consonancia con el poeta que he citado, casi siempre se ubica ausente, o, al menos, en la distancia, o parece evaporarse entre las manos. Debido a esto, hoy como nunca, amamos aquello que parece rehuirnos: el gesto de los amigos, la complicidad alegre, la calidez y el contacto humanos, la conexión y deleite con la naturaleza, la construcción conjunta de lo que nos da sentido, en suma. Y la familia – ¡ah, la familia!, ese núcleo de luz –: techo, cobijo, raíz, amor, identidad. Por ella también, y por el amor propio del corazón, como me dijo mi hija, hacemos aplomo con la vida, y decidimos seguir adelante.

     Esta idea de lucha tiene también un sentido vertebral en lo que escribo, aunque a veces me cuesta retomar su fuerza en mi vida práctica. Pero aquí no me refiero a lo beligerante ni a lo ideológico que termina volviéndose instrumental para canibalizarnos –si se me permite el término– entre países, razas y clases sociales. Aunque, claro, el poder (económico, político) suele camuflar su hambre voraz. Y eso es así aquí y en cualquier parte en este mundo neoliberal, extremadamente interconectado y documentado al instante. Pero seguimos degradándonos entre nosotros y en nuestra relación con los recursos de la tierra.

     Aquí no estoy tomando partido ideológico, digo: estoy expresando mi dolor desde la pulsión de mis palabras, de las que escribo y de las que me permiten condolerme. Para ver mejor la vida, tal vez, sea beneficioso, primero, mirar adentro de nosotros, para luego comprender la luz y el deleite natural de la vida que se nos muestra. Somos lo que hacemos (eso que se nutre de la cultura asimilada, de la construcción personal y social del ‘yo’), pero somos, además, las irradiaciones de lo que nos habla dentro. Hay que estar atentos. El mundo externo también nos forma y determina –en caso extremo, nos desnaturaliza–, pero también nuestra espiritualidad que, en su plenitud más esencial no es religiosa, sino humana.

     Deseo bienestar para mi país, El Salvador, y para el mundo. Yo y mi palabra estamos en pugna, al lado de la vida.


Conversatorio entre Oscar López y Edenilson Rivera

    “A veces, me duele ser yo”   Me confesó el pintor Oscar López que comenzó a crear a partir de sentir un fracasado. Esta no es, dig...