La voz, la muerte
y lo que queda
Siempre está ahí la muerte: parece exhalarnos su
aliento, aunque no la vemos. Sin embargo no quiero llamarla si la nombro ni
quiero ser mal augurio para «el otro». En qué perdura todo lo que se acaba. Me
lo pregunto a menudo. Pero cómo puede continuar aquello de lo que no tenemos
certeza. En algún momento hay cosas que sólo se intuyen porque sí o le vienen a
uno de alguna parte creía presentir algo que se me anunciaba, algo que
había pensado muchas veces, que me invadía la cabeza, acerca de que me era
inconcebible que pudiese terminar la vida. «No puede ser así», me decía. Así
pues, hoy me pregunto qué nos queda de una voz cuando se va. Qué nos queda aún
a nosotros que seguimos en el mundo. Por qué esperamos lo improbable cuando
creemos que hay algo más allá de la finitud vital.
A la vuelta
de lo que nos parece una certeza, la vida (o la muerte) con un doblez o giro
abrupto nos enseña algo que no comprendemos de inmediato. El dolor se ahonda en
el alma y se agranda en oscura pesadumbre. Caemos. Y aquello más preciado que
amamos nos abandona. Casi siempre sólo se ama lo ausente. Estar, seguir aquí,
para los que quedamos, o para los que queden, hay una luz o una idea que nos
estremece. Algo nos hiere y nos alumbra casi junto al dolor. Pero esto no se le
aviene fácil a la conciencia. Y las flores del gesto hablan de resignación y
esperanza, sin saber bien cómo hay que continuar en el mundo. Cómo hacerle
frente a la conciencia misma cuyo apego a lo sentimental se vuelve fuerte para
sentir arraigo y certezas en el corazón.
Esa
certidumbre no es providencia de las palabras. Lo sé. Los espejos más audaces
de la poesía se vuelven mudos y se apagan ante ese inmenso agujero en el alma,
aunque un cierto murmullo se resista, o por lo menos de esa manera pretendemos
creerlo. El casi inaudible susurro de algo que creemos volar, que creemos que
debe continuar, a pesar de que la muerte nos toque. De otros, tal vez, serán la
luz y la voz que nos abandonen; de otros, el espejo atroz de la verdad: ese
otro indefinible que no es unívoco para todas las conciencias. El contrasentido
y matices de las cosas producen dolor y, a veces, un raro deslumbramiento que
tarda en revelarse. Pero creemos que algo sigue con nosotros aunque su presencia
nos evada.
A veces hasta la lucidez sin ningún asomo de
mezquindad nos parece infame. Se podrá decir eso. Y ni entre resplandores de
palabras ni intuiciones audaces nos encontramos. A menudo, contengo el gesto
ante el luto y encuentro inútil las palabras que terminan amarrando mi lengua.
He dicho alguna vez, inconscientemente y de modo lúdico, a algún amigo: «Decime
una palabra que me salve de la muerte». Pero el poeta salvadoreño Alfonso
Kijadurías ya lo había dicho: ninguna palabra lo salva a uno de la muerte.
Pero, ¿de la muerte total o de una de nuestras muertes? A penas sabemos cuán
mensurables son la vitalidad y la eternidad de la belleza cotidiana y su
deleite. Y qué hay, por ejemplo, de aquel aliento que nace, vive, camina, se
extingue de manera prematura. Los niños también mueren. Mi tozudo yo no alcanza
a entenderlo. La fatalidad, el desquicio: los arraigos de la racionalidad se
derrumban.
Y ahora me
figuro, en tiempos de dolor, el arte como un animal moribundo al borde del
camino que intenta comunicarse con el género humano. Eso tal vez sea: el arte
nos muestra, no de manera muy clara (a veces), un revés o posibilidad de vida
no percibido por ningún otro medio. El arte se torna un medio de extensión
hacia lo divino. Ah, pero qué es lo humano. Pero también está el Horror. Y ahí
están, como muestra, la densa y silenciosa poesía Celan y toda la alta
literatura del Holocausto como vociferación de lo innombrable. Imre Kertész
refiere en Un instante de silencio en el
paredón que, cuando se exhumó el cuerpo del poeta húngaro Miklós Radnóti (que
fue asesinado junto a otros enfermos judíos), se encontró en un bolsillo de su
abrigo, casi dos años después, un
cuaderno con poemas que merecen ser considerados entre lo mejor de la
literatura mundial. Poemas escritos en el infierno y al borde de la muerte. La voz
enterrada de esos poemas resurgió contra lo macabro, que también fue creado por
el hombre.
Pero,
quizás, el reclamo más fuerte se lo hace el silencio en su decir al tiempo. Y a
través de la poesía y el arte, lo indecible no se expresa todo, pero se
sugiere, se intenta develar, y lucha desde la pulsión más auténtica.
He hablado de la voz que nos abandona, esa que ya no
oiremos. La voz del rostro querido, de la familia, la del amigo. Y también de
la voz que, de alguna manera, se resiste en un objeto construido, ya fuere en
lo estético o en la esfera de lo práctico. De otros son nuestras semillas,
decía también. Con un sustrato de irradiaciones, la palabra y el arte quieren
prodigarnos algo de la voz que queda, algo de resistencia iluminadora para
quienes están allí en sus parajes interiores, para defenderse contra los bofetones
de la realidad. Estamos en lucha. Alguien ha dejado su voz y sus intuiciones en
pugna contra el tiempo, contra lo ominoso, que, acaso, aún está por venir. De otros será la luz del
rostro caído, de otros será el respiro en la imagen, en el movimiento, en las
formas, en los sonidos, o en la metáfora e intuición poética más inusitadas. De
otros será la heredad de nuestra voz.
Cargaremos
con la sombra de la muerte: será recuerdo, será cierta vivificación de lo
ausente: pero no será palpable lo que amamos. El vacío colma, tal vez, con angustia
y da un poco de luz tiempo después: se siente uno abandonado de lo físico y
acompañado por la voz del ser que ya no está con nosotros: su voz y lo que dejó
o construyó siguen en la memoria.
En alguno
de mis poemas he dicho que el universo es una voz. Pero qué es esa voz; de
quién es nuestra voz: a qué se hermana nuestra voz. Y por qué cuando uno
escribe en general, cuando alguien crea, siempre hay ideas de ciertas
voces que se nos imponen y que luego se truecan en visiones, formas, ritmos, que
contienen una fuerza viva. De qué voz emanan esas voces. Qué presencia nos
elude y no se muestra pero nos da señales e intuiciones de hermanamiento.
Hay mares que son espejos de sangre, aunque
no los vemos, y por eso hablan, y por eso en su torrente invisible la vida
respira, pulsa, se revela y le hace su afrenta a la muerte: intenta su
acabamiento.
A pesar de ir a su encuentro nuestra vida
más auténtica es una carrera contra la muerte. Como en sí mismo también lo es
el arte. Vida y arte: epítome. Pero no hablo sólo del poeta o del artista en
general: hablo también del yo de toda persona. Hablo de esa conexión de la
fisiología humana –espiritual- con la vida. Entonces, qué queda de nuestra voz.
Qué nos queda, pues, de una voz cuando
se ha ido: qué de ese reflejo que crece en su ausencia.
Nuestra actividad y paso por el mundo crea
una sustancia en la conciencia de los otros. Lo sentimos, por ejemplo, a través
del dolor por el ser querido que se va, que transcurre hacia lo desconocido,
pero por mucho tiempo su vacío sigue deviniendo. Y lo que se va también duele
y, acaso, crea luz y nos revela sentidos
de cosas que fluyen a veces en una corriente que no vemos, hasta que se ha
marchado.
Creo que el fruto de nuestras manos
también es luz sobre el mundo, y a su vez lo que producimos se dirige hacia el
mundo y los otros. Creamos un imago, levantamos sobre el reino de lo inerte lo
que palpita, aunque algunas veces también con nuestras acciones arbitrarias
creamos daño a las demás conciencias.
Pero lo que producimos o lo creado en vida
también tiene una resonancia, tal vez por nuestro deseo de perpetuidad, de
trascender la vida, y nuestra verdadera heredad, lo que logramos ser en nuestro
devenir, sólo florece si es para los otros. Vamos hacia el otro que nos recibe
y fluimos hacia su conciencia, vamos creciendo, fraguando un poco sus
pensamientos y sus percepciones de mundo. Esto somos, a lo mejor: ríos hacia
los otros. Voz de algo que fluye.
La poesía
tiene voz. Nuestras manos. Nuestra sombra. Tras lo que quede de nosotros qué será: ¿tendrá una voz para el tiempo,
será una sustancia para los otros? Será que lograremos volcarnos del ser hacia
el mundo, de lo que maduremos en esencia más allá del dolor y la mezquindad que
nos infligimos, más allá de las acechanzas del materialismo obsceno que carcome
la espiritualidad humana. De quienes nos sucedan también será la riqueza de
nuestro vacío.
Hoy nuestras manos modelan, crean, erigen;
nuestra sangre busca su mejor tono, se eleva, le hace cortejo al aire que se
desliza. Y sin embargo por dentro estamos bañados de sombras, estamos habitados
por monstruos que, a ratos, nos sojuzgan. Pero estamos en pugna. Como el ser
poético en la búsqueda de sí mismo. Seremos, acaso, la voz que le hará
resistencia a la muerte.