LA
POESÍA CONTRA LAS INTENCIONES
La
poesía es un instrumento sutil para combatir la realidad. Es también un medio
para revelar y comprender algo que todavía no sabemos y no sentimos de la vida.
Sin embargo esta fuerza destructiva y constructiva surge de un ejercicio de
ensimismamiento y reflexión —de iluminación, a veces—, en el espíritu del
poeta. Le duele el mundo al poeta, lo sufre (se deleita de él, muy raramente),
y a continuación, a través de la sensibilidad e imaginación, se cifra el poema
como entidad viva, en pugna contra la realidad.
Creo que el oficio poético no debe
entenderse como un ejercicio que surge
de una intención apriorística y un esmero retórico per sé. Junto a su imaginario que va creciendo con el tiempo, el
poeta necesita nutrir también su universo reflexivo que orienta su quehacer
poético. Me cuesta entender el poema como una simple declaración de buenas
intenciones, o como un juego ingenioso de palabras que se asocian
arbitrariamente, según el fervor de los sentimientos y emociones de quien
escribe.
Hacer reflexión acerca de una poética en particular
es pensar también en un ciframiento distinto del mundo, un mundo cuyos temas,
imágenes y símbolos, se le imponen —o pudiéramos decir, se le van dando— al
poeta de acuerdo con ciertas coordenadas vitales y condicionantes de su
temperamento. Estos elementos se van desarrollando con la madurez y con el
ejercicio mismo de la técnica, que se va fortaleciendo no de una manera tan mecánica
como se pudiera creer, pero sí reflexionando sobre la misma; dichos elementos se
retoman— se van imbricando, reelaborando, modulándose— del mundo fáctico, se
destruyen en el poema y se cifran de nuevo en una suerte de ramificación de significados,
generalmente ocultos de acuerdo con las característica del mundo simbólico de
una poética. En ocasiones, también la arquitectura del poema —esa especie de
casa del espíritu dentro de la cual vive otro universo— no es, si se puede
decir, el resultado de un proceso del todo consciente en algunos momentos
propicios para la creación poética; pero el poema tampoco nace, en mi opinión, de
una buena intención cívica ni del cúmulo de emociones y arrebatos antojadizos. (Otro
punto sería, por supuesto, hablar de los procesos y rituales singulares de la
creación poética en casos particulares.)
Se
suelen escribir —y se publican— textos cargados de intenciones, desventuras y
desvaríos momentáneos, pero estos carecen de pulsiones vitales: suelen ser
impresiones circunstanciales, arbitrariedades vestidas con “palabras
ingeniosas”, retórica vacía, que no se han templado ni digerido en el espíritu
del poeta y no han pasado por la criba de la intuición poética verdadera, por
lo que no logran en consecuencia ser sustanciales ni portadoras de la verdad
lírica, si le podemos llamar así a esa suerte de revelación de un mundo nuevo
que subyace en el ser vivo del poema.
Hay algo doloroso y punzante del mundo prosaico
que es ajeno al poeta y hiere su sensibilidad. ¿Por qué se escribe poesía? ¿Nos
sentimos diferentes y creemos participar de ese mundo secreto y celebratorio?
¿O sólo lo hacemos por narcisismo y por lograr movernos impunemente con el
reconocimiento social de ser “poetas”? Como respuesta posible, me gustaría
pensar simplemente en la vida y obra de los grandes poetas que sufrieron la crueldad, el
dolor, la marginación, la soledad, el abandono, el exterminio, de un mundo
yerto y hostil en el que vivieron; poetas de extrema sensibilidad que no vieron
ni siquiera su obra publicada; poetas lacerados en su condición humana misma
por la injusticia, la barbarie, la ignominia; o porque simplemente el mundo les
era extraño. Pienso en Georg Trakl, Paul Celan, Hölderlin, Alejandra Pizarnik,
Roque Dalton, como casos típicos entre muchos. Y por qué escribieron entonces y
de dónde vinieron sus palabras. Creo que de una desgarradura profundísima entre
ellos y ese mundo. Sin duda, alguien dirá que existe también la alta poesía del
amor, del canto a la democracia, de la naturaleza, de las hazañas humanas: de
acuerdo, pero todo esto debe cifrarse y buscar expresión en las sensibilidades
e imaginaciones poéticas personales, que se han ido nutriendo con la reflexión,
con la cultura, con la acumulación de sentimientos e ideas, a través del
espíritu del poeta, de su intuición, además de su carnalidad humana. El poema
también es fruto del tiempo y la poesía,
de alguna manera, es el arte de la espera.
Según lo anterior, se puede aducir que la
poesía surge del dolor, aunque también del deseo, de ciertas revelaciones momentáneas,
o de imágenes e ideas misteriosamente acumuladas o maduradas en el interior del
poeta, pero no de un ejercicio premeditado con una fuerza arbitraria y
apriorística que busca una construcción retórica. Y no obstante, claro, siempre
la escritura poética tiene rasgos subjetivos de acuerdo con la personalidad del
poeta y su sensibilidad perceptiva, se alimenta de su imaginario, sus símbolos,
sus manías —muchas veces—, además de sus pequeños y secretos rituales.
Se vuelve perentorio entonces que cada poeta
reflexione sobre su oficio, ponga en duda sus palabras y las ideas prepoéticas
de su poema: ¿surgen éstas como intuiciones de la vida misma, de otras
variantes de relación secreta de algunos elementos del universo, de estímulos diversos,
o sólo surgen de la emoción personal o de los sentimientos en razón de algo que
simplemente le presenta el mundo? Pero no estoy hablando de que, paralelamente,
al momento
de
sentir la pulsión lírica o inspiración (y si esta es verdadera) no ha de
aprovecharla, pues, a la vez, estaría dudando de lo mismo que siente o parece
escuchar internamente, o lo que la vida, digamos, le está susurrando en ese instante. No. Hablo
más precisamente de una especie de ejercicio autocrítico, de un miramiento
despersonalizado sobre sí mismo en ciertos momentos ante la producción poética,
sobremanera cuando el poeta se inicia en el quehacer poético, comprendido éste
como algo que ha de acompañarlo toda su vida, y de cuyo desarrollo también
surgirán evoluciones, etapas, reniegos —abjuraciones tal vez de algunas etapas
creativas—; irá tomando otros matices de símbolos o significados, o acaso se
irá concentrando en un universo poético personal del que se derivarán otros
mundos hasta consolidar una poética propia.
Me
gusta pensar que la poesía es hermana de la vida. Está sujeta a sus avatares,
está teñida de reveses; tiene temblor, desconcierto, oscuridad, misterio,
revelación, silencio. Y tiene tiempo. Con esto me refiero a sentimientos
acumulados y a ciertas epifanías que aunque parezcan espontáneas visitan y se afincan
en el espíritu del poeta, de una manera no muy consciente tal vez, o
inexplicable. Cómo surge, entonces, la poesía auténtica, la que no está inflada
de intenciones, de efectos retóricos, de ideas preconcebidas o de los
sentimientos circunstanciales.
Un ser humano sufre y está tirado en la intemperie
de la vida: está en miseria. Otro tiene, a lo mejor, un espíritu sensible por
naturaleza y se encuentra a la contra del mundo. Pero quién decide ser poeta:
¿el que se apasiona simplemente o sufre con el mundo y quiere trasponerlo en
palabras? Estas son situaciones complejas que, por supuesto, no puedo y no
intento dilucidar aquí. Lo que el poeta cree percibir debe conmover no su ego,
sino su espíritu. Hay palabras que únicamente nacen del afán, del intento por
granjearse reconocimiento, de la catarsis, de un yo que ve algo en el mundo y a
continuación se le vuelve subjetivo y lo enuncia, sin más. Y así el febril
poeta cree entender que allí está y nació el poema. Escribir poesía, me parece,
es un compromiso con la vida y, por ello, es algo que no reside en un borboteo
de palabras con un cierto grado de emoción. A la poesía la concibo como algo
que está más allá de todo narcisismo y deseo de reconocimiento o de un simple
estado emotivo. La poesía entraña, creo,
una suerte de conocimiento alterno de la vida, un deseo de trastoque de cosas
del mundo que en el poema se vuelven otras para colmar o configurar algo que
podríamos llamar el ser poético.
Un verdadero poeta sirve de cómplice a la
vida: esa vida no manifiesta ni intuida por otros medios, pues la vida no es
sólo lo que palpamos o podemos certificar con nuestros sentidos. La vida en la
poesía es también algo que no podemos percibir de manera habitual ni por otros
medios. Todo aquello que exalta las limitaciones del mundo y que en el poema se
vuelven liminares es poético. Y el mundo es poético en tanto que es —o puede
ser— otro. Ahora, esto no es un deseo obsesivo o corriente por ir más allá de
la apariencia. Cada una de las artes excede lo que intuye en un ámbito y
lenguaje propios de un mundo desbordado, según sus códigos estéticos.
Reflexionar sobre el quehacer poético es una
tarea válida como responsable para quien ha de asumir el compromiso vital de
ser poeta, además de la responsabilidad que esto conlleva en los ámbitos ético
y estético, en complemento de la autocrítica que ha de acompañar el ejercicio
mismo de la escritura. No se trata de un atuendo, de una investidura que
concede la condición de ser o creer ser poeta a fuerza de intenciones predeterminadas.
Estas elucubraciones personales solo intentan contribuir (y no ser
definitorias) a la búsqueda de la esencia y sentido de la poesía, como ya lo
han hecho otros poetas a través de sus reflexiones: como algo necesario para
entender la entrega total a este oficio perpetuo que conecta el espíritu humano
con los variados elementos del universo y la existencia.